martes, 17 de mayo de 2016

El misterio de Homero - A. Poleschuk


Hasta ahora no puedo explicarme cómo ocurrió, ni nunca me he visto tan consternado... Todo comenzó en los días de la última sesión de la sociedad moscovita de amantes de la literatura antigua. En la sala había una persona que me era desconocida. Se me presentó después de la sesión y me rogó ir a su escuela.
Temo por mis alumnos dijo. La técnica, las matemáticas y la física han absorbido sus intereses. Quisiera introducir en su educación una corriente fresca.
Yo acepté la invitación y nunca me he arrepentido. Los alumnos de las clases superiores, muchachos de dieciseis a diecisiete años, me acogieron con recelo, y uno de ellos al terminar la primera lección me preguntó sin preámbulos:
¿A usted lo han enviado para curar nuestra «desviación técnica»?
No respondí. ¿Acaso no es interesante lo que les he contado?
Se puede aguantar contestó alguien de los sentados en el antepecho de la ventana. Por ahora es soportable...
Yo sabía muy bien que al fin y al cabo eran jóvenes y cuando en la afable aula se oyeron los hexámetros de las antiguas leyendas, los ojos de estos presuntuosos adolescentes se iluminaron de admiración y curiosidad. La verdad es que en mis alumnos, estudiantes de filología y de historia, yo no había observado tanta atención ni interés. Al parecer, lo que para los estudiantes de humanidades era una obligación, para estos muchachos era un relato asombroso.
Una vez a la semana iba a verlos y cada vez me asombraban más con su lozana percepción y magnífica memoria. Sólo uno de ellos, el más alto y, seguramente, el más fuerte, no hacía preguntas. Estaba sentado en la segunda fila y su robusto brazo, colgando del respaldo de la silla, se balanceaba marcando el ritmo de las poesías. A veces me dirigía yo a él con alguna pregunta, pero las respuestas eran lacónicas y en monos ílabos.
Usted habla como un espartano le dije cierta vez.
Puede que esto fuese mi primer error.
Así pasó un mes, después otro. Yo sabía que los muchachos estudiaban intensamente y trabajaban en una tarea que se habían impuesto y que traían entre manos el montaje de un aparato muy complicado, una especie de «máquina del tiempo». Sabía que mis clases eran solamente «un apéndice pedagógico». Por eso quedé atónito, en todo el sentido de la palabra, cuando en una de mis charlas el callado muchacho, de pronto dejó de balancear el brazo y dijo:
La acentuación no es exacta. Usted...
Espere, espere le objeté, la acentuación de esta palabra cambió solamente en tiempos de Imperio Romano... ¿Acaso ha empezado a estudiar usted el griego antiguo?
Ya lo ha aprendido observó uno de los muchachos.
¿Es verdad eso? le pregunté.
No del todo... Simplemente he leído un libro... el libro de que usted nos habló. Eso es todo...
¡No le haga caso! dijeron. Artiom recita de memoria la «Ilíada».
¿De veras, Artiom?
Pues, sí...
Le hice, una serie de preguntas. Escogiendo sin dificultad las palabras, Artiom me contestó en el idioma de Homero.
No todo era perfecto respecto a la pronunciación; pero este defecto era fácil de corregir.
Y hace unos diez días, entre Artiom y yo surgió una discusión. Estábamos leyendo precisamente el lugar de la «Etiópida» en que se dice como Aquiles, habiendo herido de muerte a Pentesilea, reina de las Amazonas, le quit ó el yelmo, trofeo tradicional, y de repente, fascinado por su belleza, se enamoró de la agonizante.
Se supone que el milesio Artínoo, autor de este poema, fue alumno de Homero dije yo.
No lo dudo dijo Artiom. ¡Qué escena...!
¡Bestial! dijo uno de los muchachos.
Pero, amigos dije dirigiéndome a toda la clase, ¿es posible que no se haya podido encontrar un vocablo más melodioso que «bestial»?
El sentimiento no siempre se expresa con palabras melodiosas... Y usted lo sabe mejor que otro cualquiera me replicó Artiom.
Pero estas obras como la «Etiópida», la «Ilíada»...
En la traducción atildada, sí... Los héroes de Homero son mortales, a veces cariñosos, con más frecuencia severos; pero ¡sin pelos en la lengua! Aquiles le grita a Agamenón: «¡Borracho, cara de perro!», y el traductor escurre el bulto diciendo: «¡Catavinos, persona de imagen canina!» ¿Y cómo injuria Zeus a Hera?
Artiom sonrió.
Por eso es grande Homero... continuó. En todo se revela el artista, el poeta. Otro en su lugar habría empezado el relato de la guerra de Troya casi desde Adán, sin embargo Homero empezó desde lo más importante, de lo más relevante...
Canta, diosa, la cólera de Aquiles el Pelida,
Funesta a los aqueos, haz de calamidades.
Quizás tenga usted razón empecé cautelosamente procurando acercarme al tema de la clase del día, el «problema homérico». Pero el caso es que Homero no ha existido...
¿Cómo, que no ha existido? ¡No puede ser! gritaron los muchachos.
Sí, señores, Homero no ha existido. Ha habido un creador colectivo: centenares de aedas transformaron el núcleo primitivo de la leyenda en un poema de maravillosa hermosura.
¿Y eso se sabe cabalmente? preguntó Artiom.
Sí, exactamente... Yo personalmente mantengo esta opinión... Ya el abate d'Aubignac intervino a principios del siglo diecisiete dudando de la personalidad de Homero. Señalaba una serie de contradicciones en los relatos. Desde entonces y basándose en las investigaciones de Grote, de Hermann y, anteriores a éstas, las de Wolf, se considera completamente demostrado. A propósito, ya antes hubo discusiones, pero en su tiempo venció el parecer de Aristarco, acerca de que Homero había compuesto la «Ilíada» de joven, y la «Odisea» mucho después, cuando ya era viejo.
Pero, ¿y los antiguos? ¡Si ellos consideraban que Homero existía realmente! replicó Artiom sin darse por vencido.
Los antiguos no conocían el método analítico, desarrollado a mediados del siglo diecinueve...
En estas cuestiones más bien habría que integrar... apuntó alguien.
¿Integrar? me reí yo. ¿Otra vez el tecnicismo en una lección de letras humanas?
No se enfade dijo conciliador Artiom. Pero nos es difícil creer, a mis camaradas y a mí, que Homero no haya existido. Esto hay que estudiarlo...
¿Saben ustedes, amigos dije, qué pensaban los antiguos sobre esta cuestión? Siete ciudades se disputaban el honor de llamarse patria del poeta, y hasta nuestros tiempos se ha conservado un antiguo cuarteto que dice:
No intentes saber dónde nació Homero ni quién fue él.
Todas las ciudades se consideran, ufanas, como su patria.
Importa el espíritu y no el lugar; la patria del poeta es.
El propio relato de la «Odisea», la brillantez de la misma «Ilíada».
Es más... A Homero lo han considerado hijo de Apolo y de la musa Calíope; le han considerado quío, lidio, chipriota, tesaliense, lucano, rodio, romano, hasta descendiente del mismo Ulises, hijo de Telémaco y de Policasta, hija de Néstor.
¡Caliente! gritó de pronto Artiom. ¡Caliente...! Habría que comprobar esta última suposición. No en vano Ulises ocupa un lugar tan prominente en la «Ilíada» y en la «Odisea». Hubo ciertas razones que obligaron al antiguo narrador...
O antiguos narradores dije yo.
No, al antiguo narrador a hacer de Ulises la figura central del segundo poema. Además, el único canto de la «Ilíada» que no está relacionado directamente con el argumento, la ira de Aquiles y sus consecuencias, vuelve a hablarnos de las aventuras de Ulises...
¿Se refiere usted a «Doloneia»? pregunté.
Hablo del canto donde Ulises va de reconocimiento con Diomedes y mata al espía de los troyanos.
Ellos matan al espía Dolón y el canto lo llaman los especialistas «Dolón». Pero, ¿qué se deduce de ello?
Que había cierta relación entre Homero y Ulises. Esto es lo que se deduce.
En general, el arqueólogo Schliemann que, con permiso del gobierno turco, realizó excavaciones en la antigua Troya, no dudaba que Ulises existió realmente. En la isla de Itaca, cuyo rey fue Ulises, Schliemann descubrió el tocón de un viejo olivo en medio de las ruinas de piedra... Usted recuerda cómo al comprobar la personalidad de Ulises, su esposa Penélope ordenó a la criada Euriclea, sacar la cama del marido, y el ofendido Ulises le respondi ó que era una cama especial explicándole a continuación cómo había levantado las paredes del dormitorio alrededor de un olivo al que le había cortado las ramas y el tronco, dejando el tocón del cual hizo la cama, y por lo tanto, ésta no se podía mover.
¿Y precisamente esa cama halló Schliemann? exclamó Artiom.
Schliemann halló los restos de un enorme olivo entre las ruinas de unas paredes de piedra, pero esto puede ser muy bien una coincidencia... Deducciones, ¿qué deducciones se pueden sacar de ello?
Muchas, pues este lecho es un secreto de la familia de Ulises, y sólo lo conocían Ulises o su hijo, incluso la criada Euriclea no sabía que esta cama no se podía mover. Y si Ulises vivió en realidad, ¿por qué se le ha de negar la existencia de Homero? Esto hay que comprobarlo.
Así lo dijo: «hay que comprobarlo». En estas palabras de Artiom había algo extraordinario. Me acordé de la exclamación de uno de los muchachos: «¡Bestial.» Pero dije:
En mi tarea no entra el «atraerles» al campo de los humanistas. Yo sólo quería interesarlos un poco en el arte de los antiguos, en su historia. Al fin y al cabo, el conocimiento del arte ennoblece al hombre.
Y el trabajo colectivo para resolver los problemas ¿no ennoblece? preguntó Artiom levantándose y rápidamente salió del aula.
Alguien observó:
Artiom va directamente al laboratorio.
Ya no volví a verlo hasta el memorable día en que él mismo vino a hablarme y, un poco turbado, dijo:
Lo tengo todo preparado y podemos emprender la búsqueda cuando quiera, incluso ahora mismo.
¿La búsqueda? Pero, ¿a quién vamos a buscar?
¿Cómo que a quién? ¡A Homero!
Solté una carcajada.
Pero a Homero hay que «buscarlo» en los manuscritos antiguos, analizando y cotejando los textos, hundiéndose en un cúmulo de comentarios...
O hundiéndose en las profundidades del tiempo observó Artiom. La máquina está lista. Yo creía que usted aceptaría...
Quedé tan atolondrado, que permití a Artiom llevarme al laboratorio. Allí, junto a la ventana, había un aparato deslumbrante de metal pulido y muy parecido a una carretilla de acumuladores del siglo veinte.
Me acomodé en el asiento metálico. Artiom se sentó al lado. Ahora, hablando con el corazón en la mano, puedo decir que ni remotamente me figuré algo serio. Creía que Artiom había decidido gastarme una broma y riéndose después, confesarlo; pero nada parecido ocurrió. Se inclinó hacia el cuadro de mandos y de repente, las paredes del laboratorio empezaron lentamente a desvanecerse. Surgieron borrosas las imágenes de unas figuras humanas que con extra ños movimientos deshacían las paredes del laboratorio. Por un instante relució el sol y en seguida se extinguió...
Tardé algo en recobrarme. Nuestra «carretilla» se deslizaba hacia abajo por una calzada. Alrededor verdecían los plantíos y el sol brillaba en lo alto del cielo. Artiom detuvo la «carretilla» en la vuelta del camino tras la cual se divisaba el mar.
¿Dónde estamos? pregunté.
Ahora lo sabremos contestó Artiom.
Saltó ligeramente de la «carretilla» y empezó a subir a la colina a paso rápido. Allí arriba había un hombre con un extravagante vestido amarillo, pero cuando se levantó y se inclinó s aludando a Artiom, vi que el vestido carecía de mangas. «¡Pero si esto es una túnica!» pensé. Inmediatamente detrás de la colina empezaban unas abruptas pendientes, y a lo lejos se veían enormes peñascos que parecían como si colgaran. Y de nuevo me pareció oír una voz que me susurraba: «El Olimpo... Esto es el Olimpo...»
Artiom bajó de la colina corriendo y saltando y se sentó apresuradamente en la «carretilla».
¿Qué ha averiguado?
Todo va en orden. El pastor de cabras ha dicho que Homero ya ha muerto, pero que el abuelo del cabrero recuerda bien al poeta...
¿En qué siglo estamos? pregunté sin llegar a creer por completo que no era un sueño todo lo que pasaba.
¿Ahora? Artiom se inclinó ante los instrumentos, dio vueltas a la manilla de un aparato parecido a un velocímetro. Estamos en el siglo doce... antes de Cristo, se sobrentiende...
Hubo varías «paradas» más y, por fin, la última. Nos paramos en medio de un amplio prado. Anochecía. Se oía una canción que salía de un pequeño poblado, cuyas bajas casas podían verse por entre los árboles. No había nadie alrededor. Artiom me pidió que me levantase, sacó de debajo del asiento un paquetito y después de desenvolverlo me alargó un sándwich de queso.
¿Dónde estamos ahora?
Temo que esta vez hayamos pasado de largo...
Artiom, con gran apetito arrancó de un bocado un enorme trozo y de pronto, dándome con un codo en el costado, señaló con la mano hacia el poblado. Desde allí venía un jinete a carrera tendida por la hierba cubierta de rocío. Se acercaba rápidamente, y el ruido de su armadura amortiguó el aullido de los perros, la canción y el incansable cri-cri de los grillos. El jinete cabalgó hasta donde estábamos y se paró asombrado, levantando con la mano derecha una pesada lanza. Yo me encogí de hombros escondiendo la cabeza y esperando el golpe que se nos avecinaba, pero Artiom, sin levantarse del asiento alzó la mano con el envoltorio de un periódico y salud ó en voz alta y en dialecto eólico al jinete:
¡Complácete! dijo Artiom. ¡Complácete!
Complácete tú también, joven guerrero, y tú, honorable desconocido contestó el jinete y saltó del caballo.
Nosotros buscamos a Homero dijo Artiom. ¿Usted no lo ha visto?
¿A Homero...? preguntó a su vez el guerrero. Homero... No, no conozco a ese señor... O, ¿puede que sea un simple porquerizo que se ha escapado de vuestra casa?
No, compone canciones...
¿Compone canciones? ¡Entonces es ese mísero cantante! Ayer estuvo en nuestro pueblo y cantó durante largo rato en la plaza, pero que caiga sobre mi cabeza la maldición de los dioses, si uno de los nuestros le dio tan siquiera un hueso pelado. En otras partes le ha ido mejor, por allí aún hay perros tontos que han olvidado lo que nos costó Troya... Ese mendigo se fue por el camino en dirección al mar...
Artiom maniobró con una palanca y nuestra «carretilla» se deslizó suavemente por el césped, y el caballo, sobresaltándose, sé echó a un lado y empezó a galopar hacia el pueblo. Largo rato estuvimos oyendo la voz del jinete llamando al caballo.
Por la mañana avistamos el mar. El aire era transparente. Se percibían los salientes de las rocas de una isla lejana. Artiom salió de la «carretilla» y me ayudó a salir. El sol se elevaba en un cielo azul sin nubes y auguraba un día caluroso.
Allí hay alguien sentado dijo Artiom, indicando con la cabeza hacia el lado del despeñadero.
Efectivamente, a unos cien metros de nosotros, había un hombre sentado en un peñasco. Desde donde estábamos apenas podía verse, confundido con el fondo gris de las rocas; pero cuando nos acercamos, vi a un anciano sentado e inmóvil. Sin apartar los ojos, miraba a lo lejos, hacia donde se extendía la isla de forma alargada.
Nos acercamos más.
Este es Homero dijo Artiom. ¡Este es Homero! Esto es tan cierto como que la isla que se divisa es Itaca...
El anciano no se volvió al percibir nuestros pasos, parecía que estaba durmiendo; pero cuando Artiom le dirige la palabra, contestó inmediatamente al saludo. Sí, la leyenda era cierta: Homero era ciego.
No ve... dijo Artiom. Es ciego.
Yo miré la cara del anciano, esperando ver los ojos sin vida del poeta, tan conocido por todos nosotros según el busto antiguo; pero de pronto comprendí algo más; no sólo era ciego... Los arrugados párpados se habían hundido en las cuencas de los ojos... Homero había sido cegado.
Homero dije, con usted hablan hombres del futuro. ¿Comprende usted? Treinta y tres siglos nos separan.
¿Son dioses ustedes? sonora y simplemente nos preguntó el anciano.
No, somos mortales, pero hemos venido de un futuro lejano. A usted, Homero, lo recuerdan y lo veneran como a un gran poeta. Sus canciones se han escrito. Y la «Ilíada» y la «Odisea»...
¿Han sido escritas? No comprendo...
Sabe, con unos signos pequeños, en hojas finas y blancas.
Así lo hacen los fenicios dijo pensativamente Homero. He oído hablar de ello.
Pero debo comunicarle una noticia desagradable. Algunos dudan de su existencia, Homero.
Los dioses no conocen las dudas. Ustedes son mortales sonrió burlonamente Homero y, con rápido movimiento, tentó el peñasco en que estaba sentado, y yo vi que su mano era fuerte y ágil. Después se inclinó y, levantando una piedra del suelo, la apretó fuertemente con la mano.
Sabe usted, a nosotros nos interesan ciertas contradicciones de sus poemas...
¿No se estarán riendo ustedes de mí, forasteros? preguntó en voz alta Homero, y a través de los jirones de su capa gris se veía cómo se tensaron sus aún potentes músculos.
¡Cuidado! exclamó Artiom y sujetó la mano del anciano levantada para asestar el golpe.
Por un momento Homero se resistió, pero, al fin, su mano se abrió y la piedra cayó por la pendiente y se hundió en el mar.
Ahora cualquiera puede ofender a un ciego dijo tristemente Homero. ¿Para qué les hago falta? Sigan su camino.
Nosotros no queríamos ofenderle. Nosotros decimos la verdad, pero ciertas contradicciones de sus poemas... Mire, por ejemplo, yo quisiera saber... Usted habla frecuentemente en sus canciones de Ulises, de objetos de hierro, del uso de armas de hierro. Pero, ¿si en su tiempo aún no lo conoc ían?
¿No lo conocían? Efectivamente, no lo conocía el que no tenía toros de grandes cuernos para cambiarlos por hachas. Pero, ¿no han encontrado ustedes mercaderes que traen del otro lado del mar joyas y armas? Muchos los cambian por cautivos, vino, toros, pieles.
Es posible, es posible. Pero, de todas maneras, usted, Homero, estará de acuerdo...
Espere me interrumpió Artiom, ahora me toca a mí preguntar, Homero, ¿ha comido usted algo hoy?
Ni ayer, ni hoy contestó Homero. Aquí no quieren escuchar mis canciones. Doce naves pintadas de rojo y llenas de intrépidos guerreros condujo a las costas de Ilion Ulises, hijo de Laertes, y no volvieron. Aqu í no han olvidado esto...
Artiom echó a correr hacia nuestra «carretilla», sacó un envoltorio y emprendió el regreso a donde estábamos. Aprovechándome de ello, le pregunté sin rodeos a Homero:
Se cree que usted mismo, Homero, durante la guerra de Troya estuvo en las filas de los aqueos. ¿Es verdad eso?
Estuve en sus filas dijo muy pensativo Homero. ¿Y con cuál de los héroes me comparan?
Con ninguno contesté encogiéndome de hombros. Se considera que usted era un simple guerrero y que después cantó lo que había visto.
Artiom volvió corriendo, y desenvolviendo el envoltorio de papel, cogió cuidadosamente a Homero de la mano y le puso en ella un trozo de pan con queso.
Coma dijo Artiom. Esto es pan con queso.
Homero mordió cautelosamente, lo engulló y, escondiendo el resto entre los repliegues del vestido, dijo:
El pan es como el aire, el queso es muy sabroso. Yo les creo, forasteros ustedes, no se ríen de un anciano mendigo. Pregunten que yo lo contaré todo...
De sus canciones, Homero, sabemos que Ulises, después de matar a los pretendientes de Penélope, fue de nuevo el rey de Itaca... ¿Vivió mucho más tiempo?
Algún día compondré un canto sobre ello dijo Homero. Ahora no, después. Sí, Ulises mató a los pretendientes. Clamando y gimiendo los parientes sacaron de casa a los cadáveres. Los que vivían en Itaca fueron enterrados por los suyos: los que eran de otras ciudades, fueron enviados a sus casas. A los pescadores se les encargó transportar los cadáveres. Pero, he aquí que Eupito levanta contra él a los cefalonios...
Eso lo sabemos, lo sabemos dije. Permítame, Homero, recordarle el lugar en que Eupito, dirigiéndose a los aqueos les incita a vengarse, si no, la humillación y deshonra caería sobre los descendientes.
Sí, así lo dijo y condujo a la casa de Ulises la turba de cefalonios...
¿Y fue muerto?
Sí, fue muerto...
¿Y después, qué hubo después? impacientemente preguntó Artiom.
Llegaron los pescadores a casa de los familiares de los muertos, y por la noche, silenciosamente arribaron a Itaca siete bajeles negros. Cuando Ulises vio sus palos, era ya tarde. Mientras que los cefalonios..., unos indiferentes , otros con rencor contenido, miraban cómo se defendía Ulises a la puerta de su casa. El primero que cayó fue Telémaco, hijo de Ulises. A Eumeo lo abatieron con una flecha, así murió el porquerizo, intrépido y fiel anciano. Le arrancaron la espada a Ulises y con correas lo ataron de pies y manos. Después se oyeron gritos diciendo: ¡Muerte a Ulises! ¡Muerte, muerte! «¡No!» dijeron los que recordaban la fuerza y la inteligencia del héroe, del que con pleno derecho llevaba el yelmo y las armaduras de Aquiles. «¡Que lo cieguen!» gritó un desconocido de la turba, cuyos ojos ardían de rabia... Seguramente era pariente de alguno de los que murieron a manos de Ulises. Y cegaron al héroe. Entre risas lo metieron en una barca, mientras el mar se encrespaba. «¡Para ti es nuestra víctima, Poseidón, tómala!» gritando de esta manera seguían a la barca con el héroe. Durante mucho tiempo se meció ésta sobre las furiosas olas, y el viento del mar susurraba a los oídos del mártir: «¿Recuerdas cómo cegaste a Polifemo? Estamos e n paz, ahora vive, si puedes, héroe...»
¿Y qué hubo después?
Las olas arrojaron la canoa sobre una costa arenosa. Las gaviotas gritaban alrededor y audazmente revoloteaban sobre la cabeza de Ulises. Y gritaban llorando: «¡Estás vivo, Ulises!» Durante mucho tiempo vagó el héroe, pero todos lo echaban. Aquí un trozo de pan, allí un racimo de uvas, esa era su comida... Pasaron los años. Nadie osó reconocer en el ciego anciano al héroe, y un día, esto fue en Atenas, estaba sentado Ulises junto al fuego de un hogar, el noble señor había mandado llenar una escudilla con sopa. Alguien cantaba, las cuerdas del instrumento vibraban, y en derredor reinaba el alboroto. Después la conversación recayó por sí sola en la guerra y en las pérdidas sufridas, y alguien pronunció el nombre de Ulises diciendo: «No, Troya no habría caído, de no haber realizado con audacia el omnisapiente varón su ardid». Así hablaban ellos y el anciano mendigo se sentó más cerca del hogar. La luz no se ve sin ojos, sólo percibía su calor. Y los héroes, amigos, de repente se pusieron de pie alrededor. «Tú sólo, Ulises, nos has sobrevivido. ¿Será posible que nosotros hayamos desaparecido sin rastro de la vida?» así dijeron los héroes, y entonces, Ulises, recordándolo todo, se levantó de pronto y, descalzo y con pasos cuidadosos, fue al rincón donde sonaba la cítara y la pidi ó tímidamente. Y cogiendo todas las cuerdas con una mano, las soltó a un tiempo. Apenas se desvaneció el sonido, Ulises empezó a cantar los hechos de Aquiles, su terrible ira, que tanto dolor infligió a los aqueos. Así va el héroe por su tierra amada. Unos le dan de comer, otros le azuzan los perros; pero la gloria de las proezas de los grandes héroes vive, y con ella, los héroes. Frecuentemente esta ignota fuerza lo arrastra a esta costa. El sabe que allá, envuelta por la niebla, se halla la costa de la Itaca natal...
Nosotros regresamos a nuestro aparato. La «carretilla» contestó con el murmullo de los motores al contacto de Artiom. Artiom fijó en el tablero de mando unas cifras. Pensativamente me dejé caer en el asiento.
A juzgar por lo observado, este anciano considera a Ulises y a Homero una misma persona dije. No sé cómo van a considerar esto mis colegas. Algunos, naturalmente, acogerán la noticia sin entusiasmo...
Mire usted dijo Artiom. Estaba aún en tierra y se inclinó hacia mí, apoyando el pecho sobre la borda de la «carretilla». Tire hacia su lado de esta palanca.
Yo ejecuté su indicación y sólo entonces, cuando Artiom empezó a andar por el sendero al encuentro del anciano y éste se levantó a su encuentro, por el conocido temblor de los objetos que se desvanecían ante mis ojos, comprendí que Artiom se quedaba... Y no sé de dónde, llegó de repente a mis oídos la emocionada exclamación del anciano:
¡Oh, Zeus, padre nuestro! ¡Aún hay dioses en el claro Olimpo! ¿No eres tú, hijo mío, Telémaco?
Hasta ahora no puedo comprender lo ocurrido. Lo que menos podía esperar es que así se portase un hombre amante de la técnica. Ni pensarlo...
FIN
Publicado en: Antología de ciencia ficción soviética.
Grupo editor de Buenos Aires, 1975.
Edición digital: Sadrac.